Sucede que a veces tomamos decisiones que son lo suficientemente fuertes como para que no nos afecten sus consecuencias. Esas decisiones son claves para construir una filosofía de vida sólida y sin remordimientos. Pongamos que hoy no me apetece estudiar, y no lo hago, porque tomo la decisión de no hacerlo y de que si eso repercute negativamente a mi vida académica lo asumiré así, ya que es así como he querido que fuese. Pues bien, eso es una decisión coherente, con su correspondiente conducta afin y sus claras (o no tan claras) consecuencias, pero que serán aceptadas como tal, asumiendo que soy una persona adulta que toma el camino que desea.

Ahora bien, hay decisiones que a pesar de tomarlas, se balancean entre escuálidos hilos, que no sabemos bien en quién y como repercutirán, tan siquiera sabemos si podremos llevarlas a cabo sólidamente, ni si queremos, ni si serán lo mejor. Nos hacen dudar, tambalearnos y no asumimos sus consecuencias como propias, asociamos estas a hechos exentos de culpa, propios del contexto o por el contrario a retazos inherentes a nuestro destino o personalidad. Por exceso o por defecto nunca, NUNCA, asumimos el fin como nuestro cuando las decisiones no son firmes y seguras. Para una persona confiada y firme es facil vivir eligiendo caminos, pero para alguien que casi nunca sabe muy bien por dónde tirar, el sendero se transforma en una prueba de obstáculos en dónde caerse no significa aprender, pues no ha sido culpa suya, o por el contrario fue algo inevitable.